SE FUE APAGANDO
Por: Ricardo Gil Otaiza
pero que aprendí a amar desde su portentoso amor.
Edelmira amaba a su esposo y no soportaba la idea de perderlo. Pedro amaba a su mujer con una pasión sin frenos, capaz de cualquier locura. Ambos habían establecido una especie de logia en la que no cabía algo distinto que no fuera su desaforado deseo. En las tardes, cuando finalizaba las rutinarias labores del hogar, Edelmira se sentaba en la ventana a esperar a que Pedro retornara de sus ensayos como flautista de la orquesta, o de la humilde zapatería que había levantado como complemento a sus labores —no muy bien remuneradas, por cierto— de músico de la banda del Estado. Cuando la brisa helada proveniente de la sierra le golpeaba el rostro, ella entornaba el postigo de la ventana sin dejar de mirar hacia el horizonte, como queriendo evitar que en un súbito e imperdonable descuido regresara su esposo y ella no se percatara de su presencia. En las tardes calurosas y para amortiguar un poco el sopor que le congestionaba el rostro, dejaba correr una delgada cortina cuya transparencia le mostraba un mundo velado, sacaba de una oxidada lata de galletas dos largas agujas y un rollo de hilo e intentaba —a veces sin lograrlo— zurcir sus descosidos pensamientos.
A pesar de haber sorteado varias décadas de matrimonio, Edelmira y